Papa pide definir principios, normas, y directrices para sacerdotes de rito latino que acompañan a católicos de ritos orientales llegados a occidente

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 14.05.2025).- Por la mañana del miércoles 14 de mayo, el Papa recibió en audiencia especial en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano a católicos de diferentes ritos orientales, acompañados por sus Patriarcas, Arzobispo mayores y clero. La audiencia ha tenido lugar en el contexto del Jubileo de las iglesias católicas orientales. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano de las palabras del Papa:

***

Beatitudes, Eminencias, Excelencias,

Cristo ha resucitado. ¡Ha resucitado verdaderamente! Los saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y de la esperanza. Y es hermoso verlos aquí precisamente con motivo del Jubileo de la esperanza, de la que la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontrarme con ustedes y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.

Ustedes son valiosos. Al mirarlos, pienso en la variedad de sus procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de sus comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que dijo el papa Francisco sobre las Iglesias orientales: «Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; piensen en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).

Deseo citar también al Papa León XIII, que fue el primero en dedicar un documento específico a la dignidad de sus Iglesias, dada ante todo por el hecho de que «la obra de la redención humana comenzó en Oriente» (cf. Lett. ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, ustedes tienen «un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva» (San Juan Pablo II, Carta. ap. Orientale Lumen, 5). Es significativo que algunas de sus liturgias —que estos días están celebrando solemnemente en Roma según las diversas tradiciones— sigan utilizando la lengua del Señor Jesús. Pero el papa León XIII hizo un sentido llamamiento para que «la legítima variedad de la liturgia y la disciplina oriental […] redunde en […] gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Lett. ap. Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque en nuestros días muchos hermanos y hermanas orientales, entre los que se encuentran varios de ustedes, obligados a huir de sus territorios de origen a causa de la guerra y las persecuciones, de la inestabilidad y de la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de su patria, también su identidad religiosa. Así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias orientales.

Hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree» y, con este fin, prescribió incluso que «cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atraiga a algún oriental al rito latino» sea «destituido y excluido de su cargo» (ibíd.). Acogemos el llamamiento a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, y directrices a través de los cuales los pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales de la diáspora, y a preservar sus tradiciones vivas y a enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.

La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir, también en el Occidente cristiano, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogia, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por practicidad y comodidad, para que no se corrompan por un espíritu consumista y utilitarista.

Sus espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provocan desesperación, sino que invitan a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestiales. Necesitamos alabar y dar gracias sin cesar al Señor por esto. Con ustedes podemos rezar las palabras de San Efrén el sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte. […] Gloria a ti, que te revestiste del cuerpo mortal y lo transformaste en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que hay que pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarnos recordando, como escribía otro gran padre oriental, que «el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I, 5).

¿Quién, pues, más que ustedes, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que ustedes, que conocen de cerca los horrores de la guerra, hasta el punto de que el Papa Francisco llamó a sus Iglesias «martiriales» (Discurso a la ROACO, cit.)? Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde el Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre la masacre de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, se alza un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Y especifica: «Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el mundo, yo se la doy a ustedes» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después del conflicto, no es el resultado de la opresión, sino un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valentía para pasar página y volver a comenzar.

Para que esta paz se difunda, yo emplearé todos mis esfuerzos. La Santa Sede está a disposición para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva la esperanza y se les restituya la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontremos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; porque pasarán a la historia quienes siembran la paz, no quienes cosechan víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no son malos a quienes odiar, sino personas con quienes hablar. Rechacemos las visiones maniqueas típicas de los relatos violentos, que dividen el mundo entre buenos y malos.

La Iglesia no se cansará de repetirlo: que callen las armas. Y quiero dar gracias a Dios por todos aquellos que, en el silencio, en la oración, en la entrega, tejen tramas de paz; y a los cristianos —orientales y latinos— que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos hay que darles la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Les ruego que se comprometan por esto!

Y gracias, gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser «luces del mundo» (cf. Mt 5,14). Sigan brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que sus Iglesias sean un ejemplo, y que los pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Cuiden la transparencia en la gestión de los bienes, den testimonio de una dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a los honores, a los poderes del mundo y a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo daba un bello ejemplo: «Como quien, echando polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas mezquinas y sin valor destruyen el calor del corazón encendido al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano pide, hoy más que nunca, libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélicos.

Les doy las gracias por esto y les bendigo de corazón, pidiéndoles que recen por la Iglesia y que eleven sus poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!

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