El conmovedor, agradecido y alentador discurso del Papa a sus nuncios (embajadores) convocados a Roma

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 10.06.2025).- Por la mañana del martes 10 de junio, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, el Papa León recibió en audiencia al personal diplomático que trabaja al servicio de la Santa Sede en calidad de representantes ante los países con los que tienen relaciones diplomáticas y con los organismos internacionales en los cuales la Santa Sede participa. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa realizado por ZENIT:

***

Eminencias, Excelencias, Monseñores,

Un saludo especial a todos ustedes, queridos Representantes Pontificios. Antes de compartir las palabras preparadas, quisiera decirles a Su Eminencia y a todos ustedes que lo que el Cardenal ha referido no lo dije por sugerencia de nadie, sino porque lo creo profundamente: su papel, su ministerio, es irremplazable. Muchas cosas no podrían suceder en la Iglesia sin el sacrificio, el trabajo y todo lo que hacen para permitir que una dimensión tan importante de la gran misión de la Iglesia siga adelante, y precisamente a eso me refería: la selección de candidatos al episcopado. ¡Les agradezco de corazón su labor! Ahora les pido un poco de paciencia.

Tras la celebración de ayer por la mañana, con motivo del Jubileo de la Santa Sede, me alegra poder compartir un tiempo con ustedes, Representantes del Papa ante los Estados y Organizaciones Internacionales de todo el mundo.

Ante todo, les agradezco su presencia, en un viaje que para muchos de ustedes ha sido muy largo. ¡Gracias! Ustedes, junto con su pueblo, son imagen de la Iglesia Católica, porque ningún país del mundo tiene un Cuerpo Diplomático tan universal como el nuestro. Sin embargo, al mismo tiempo, creo que también se puede decir que ningún país del mundo tiene un Cuerpo Diplomático tan unido como el suyo: porque su comunión, nuestra comunión, no es solo funcional ni solo ideal, sino que estamos unidos en Cristo y en la Iglesia. Es interesante reflexionar sobre este hecho: la diplomacia de la Santa Sede constituye en su propio personal un modelo —ciertamente no perfecto, pero sí muy significativo— del mensaje que propone: el de la fraternidad humana y la paz entre todos los pueblos.

Queridos, estoy dando mis primeros pasos en este ministerio que el Señor me ha confiado. Y siento también hacia ustedes lo que les confié hace unos días al hablar con la Secretaría de Estado: gratitud hacia quienes me ayudan a desempeñar mi servicio día a día. Esta gratitud es aún mayor cuando pienso —y lo experimento de primera mano al abordar los diversos temas— que su trabajo a menudo me precede. Sí, y esto se aplica de manera particular para ustedes. Porque, cuando se me presenta una situación que concierne, por ejemplo, a la Iglesia en un país determinado, puedo contar con la documentación, las reflexiones y los resúmenes preparados por ustedes y sus colaboradores. La red de Representaciones Pontificias está siempre activa y operativa. Esto es para mí motivo de gran aprecio y gratitud. Lo digo pensando, sin duda, en la dedicación y la organización, pero aún más en las motivaciones que lo guían, el estilo pastoral que debe caracterizarnos, el espíritu de fe que nos anima. Gracias a estas cualidades, yo también podré experimentar lo que escribió San Pablo VI: que a través de sus Representantes, que residen en las distintas naciones, el Papa se hace partícipe de la vida misma de sus hijos y, casi insertándose en ella, llega a conocer, de forma más rápida y segura, sus necesidades y aspiraciones (véase Carta Apostólica M.P. Sollicitudo omnium Ecclesiarum, Introducción).

Y ahora quisiera compartir con ustedes una imagen bíblica que me vino a la mente al pensar en su misión en relación con la mía. Al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (3,1-10), el relato de la curación del lisiado describe bien el ministerio de Pedro. Estamos en los albores de la experiencia cristiana y la primera comunidad, reunida en torno a los Apóstoles, sabe que solo puede contar con una realidad: Jesús, resucitado y vivo. Un lisiado mendiga sentado a la puerta del Templo. Parece la imagen de una humanidad que ha perdido la esperanza y se ha resignado. Incluso hoy, la Iglesia se encuentra a menudo con hombres y mujeres que ya no tienen alegría, que la sociedad ha marginado o que la vida ha obligado, en cierto sentido, a mendigar para subsistir. Esto es lo que relata esta página de los Hechos: «Entonces Pedro, mirándolo con Juan, dijo: “Míranos”. Y se volvió hacia ellos, esperando recibir algo. Pero Pedro le respondió: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡camina!”». Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó. Y al instante se le afirmaron los pies y los tobillos, y saltó y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, saltando y alabando a Dios» (3,4-8).

La petición que Pedro le hace a este hombre es sugerente: «¡Míranos!». Mirarnos a los ojos significa construir una relación. El ministerio de Pedro es crear relaciones, puentes; y un Representante del Papa está, ante todo, al servicio de esta invitación, de esta mirada a los ojos. ¡Sean siempre la mirada de Pedro! Sean hombres capaces de construir relaciones donde más difícil resulta. Pero al hacerlo, mantengan la misma humildad y el mismo realismo de Pedro, quien sabe muy bien que no tiene la solución para todo: «No tengo ni oro ni plata», dice; pero también sabe que tiene lo que importa, es decir, a Cristo, el sentido más profundo de cada existencia: «¡En el nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina!».

Dar a Cristo significa dar amor, dar testimonio de esa caridad dispuesta a todo. Cuento con ustedes para que, en los países donde viven, todos sepan que la Iglesia siempre está dispuesta a todo por amor, que siempre está del lado de los últimos, de los pobres, y que siempre defenderá el derecho sacrosanto de creer en Dios, de creer que esta vida no está a merced de los poderes de este mundo, sino que está atravesada por un significado misterioso. Solo el amor es digno de fe, ante el dolor de los inocentes, de los crucificados de hoy, a quienes muchos de ustedes conocen personalmente porque sirven a pueblos víctimas de la guerra, la violencia, la injusticia o incluso de ese falso bienestar que engaña y decepciona.

Queridos hermanos, que siempre les consuele saber que su servicio está bajo la sombra de Pedro, como encontrarán grabado en el anillo que recibirán como regalo mío. Siéntanse siempre unidos a Pedro, protegidos por Pedro, enviados por Pedro. Solo en la obediencia y en la comunión efectiva con el Papa puede su ministerio ser eficaz para la edificación de la Iglesia, en comunión con los obispos locales. Tengan siempre una mirada de bendición, porque el ministerio de Pedro es bendecir, es decir, saber ver siempre el bien, incluso el bien oculto, el bien que reside en la minoría. Siéntanse misioneros, enviados por el Papa para ser instrumentos de comunión y unidad, al servicio de la dignidad de la persona humana, promoviendo relaciones sinceras y constructivas en todas partes con las autoridades con las que serán llamados a cooperar. Que su competencia esté siempre iluminada por la firme decisión por la santidad. Tenemos como ejemplo a los santos que estuvieron al servicio diplomático de la Santa Sede, como San Juan XXIII y San Pablo VI.

Queridos, su presencia hoy aquí refuerza la conciencia de que el papel de Pedro es confirmar en la fe. Ustedes son los primeros en necesitar esta confirmación para convertirse en mensajeros, signos visibles en todo el mundo.

Que la Puerta Santa que cruzamos juntos ayer por la mañana nos impulse a ser testigos valientes de Cristo, que es siempre nuestra esperanza. Gracias.

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