(ZENIT Noticias / Castelgandolfo, 15.08.2025).- Por la mañana del viernes 15 de agosto el Papa León XIV presidió la misa en ocasión de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva de la Villa Pontificia de Castelgandolfo. El Papa se trasladó a pie desde el Palacio Apostólico de Castelgandolfo hasta la parroquia, saludando a las cerca de 2,500 personas que se congregaron en la Plaza principal, si bien no pudieron entrar al recinto del templo debido a la poca capacidad de aforo. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano de la homilía del Papa, una de las primeras enteramente dedicadas a la Virgen María:
***
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy no es domingo, pero de manera diferente celebramos la Pascua de Jesús que cambia la historia. En María de Nazaret está nuestra historia, la historia de la Iglesia inmersa en la humanidad común. Encarnándose en ella, el Dios de la vida, el Dios de la libertad ha vencido a la muerte. Sí, hoy contemplamos cómo Dios vence a la muerte, pero no sin nosotros. Suyo es el reino, pero nuestro es el “sí” a su amor que todo puede cambiar. En la cruz, Jesús pronunció libremente el “sí” que debía vaciar de poder a la muerte, esa muerte que aún se difunde cuando nuestras manos crucifican y nuestros corazones son prisioneros del miedo, de la desconfianza. En la cruz, venció la confianza; venció el amor, que es capaz de ver aquello que aún no llega; venció el perdón.
Y María estaba; estaba allí, unida al Hijo. Hoy podemos intuir que María somos nosotros cuando no huimos, somos nosotros cuando respondemos con nuestro “sí” a su “sí”. En los mártires de nuestro tiempo, en los testigos de la fe y de la justicia, de la mansedumbre y de la paz, ese “sí” sigue viviendo y sigue enfrentando a la muerte. De ese modo, este día de alegría es un día que nos compromete a decidir cómo y para quién vivimos.
La liturgia de esta fiesta de la Asunción nos ha propuesto el pasaje evangélico de la Visitación. San Lucas transmite en esta página la memoria de un momento crucial en la vocación de María. Es hermoso regresar a ese momento en el día en que celebramos la meta final de su existencia. Toda historia en la tierra, incluso la de la Madre de Dios, es breve y termina. Pero nada se pierde. De ese modo, cuando una vida concluye, brilla con mayor claridad la unidad de toda su existencia. El Magníficat, que el Evangelio pone en labios de la joven María, irradia ahora una luz que ilumina su historia. En este día, el del encuentro con su prima Isabel, se contiene el secreto de cualquier otro día, de cualquier otra época. Y las palabras no son suficientes; es necesario un canto, que la Iglesia sigue entonando cada día, al atardecer, «de generación en generación» (Lc 1,50). La sorprendente fecundidad de la estéril Isabel confirmó a María en su confianza; le anticipó la fecundidad de su “sí”, que se prolonga en la fecundidad de la Iglesia y de toda la humanidad, cuando la Palabra renovadora de Dios es acogida. Ese día dos mujeres se encontraron en la fe, después permanecieron tres meses juntas para ayudarse, no sólo en las cosas prácticas, sino en un nuevo modo de leer la historia.
De esa manera, hermanas y hermanos, la resurrección entra también en nuestro mundo. Las palabras y las decisiones de muerte parecen prevalecer, pero la vida de Dios trunca la desesperación por medio de experiencias concretas de fraternidad, por medio de nuevos gestos de solidaridad. La resurrección, antes incluso de ser nuestro destino último, modifica —en el alma y en el cuerpo— nuestro habitar en la tierra. El canto de María, su Magníficat, refuerza en la esperanza a los humildes, a los hambrientos, a los siervos diligentes de Dios. Son las mujeres y los hombres de las Bienaventuranzas, que ya ven lo invisible aun estando en la tribulación: los poderosos derribados de sus tronos, los ricos con las manos vacías, las promesas de Dios realizadas. Se trata de experiencias que todos, en cada comunidad cristiana, deberíamos poder decir que hemos vivido; que parecen imposibles, pero en ellas se sigue revelando la Palabra de Dios. Cuando nacen los vínculos con los que nos oponemos al mal con el bien, a la muerte con la vida, entonces vemos que con Dios no hay nada imposible (cf. Lc 1,37).
En algunas ocasiones, lamentablemente, allí donde predominan las seguridades humanas, un cierto bienestar material y esa relajación que adormece las conciencias, esta fe puede envejecer. Es entonces cuando nos invade la muerte, en formas de resignación y queja, de nostalgia e inseguridad. En lugar de ver que este viejo mundo se acaba, se sigue buscando auxilio en él; el auxilio de los ricos, de los poderosos, que generalmente se acompaña con el desprecio de los pobres y los humildes. Pero la Iglesia vive en sus miembros frágiles, rejuvenece gracias a su Magníficat. También hoy las comunidades cristianas pobres y perseguidas, los testigos de la ternura y del perdón en los lugares de conflicto, los operadores de paz y los constructores de puentes en un mundo hecho pedazos son la alegría de la Iglesia, son su permanente fecundidad, las primicias del Reino que viene. Muchos de ellos son mujeres, como la anciana Isabel y la joven María; mujeres pascuales, apóstoles de la resurrección. ¡Dejémonos convertir por sus testimonios!
Hermanos y hermanas, cuando “elegimos la vida” (cf. Dt 30,19) durante nuestra existencia, tenemos motivos para contemplar nuestro destino en María, asunta al cielo. Ella nos ha sido dada como el signo de que la resurrección de Jesús no fue un caso aislado, ni una excepción. Todos, en Cristo, podemos vencer a la muerte (cf. 1 Co 15,54). Ciertamente, es una obra de Dios, no nuestra. Con todo, María es ese entramado de gracia y libertad que nos impulsa a la confianza, a la valentía, al compromiso con la vida de un pueblo. «El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas» (Lc 1,49); que cada uno de nosotros pueda experimentar esta alegría y testimoniarla con un canto nuevo. ¡No tengamos miedo de elegir la vida! Con frecuencia puede parecer peligroso, imprudente. Cuántas voces están siempre ahí susurrándonos: “¿Quién te obliga a que lo hagas? ¡Déjalo! Piensa en tus propios intereses”. Estas son voces de muerte. Nosotros, en cambio, somos discípulos de Cristo. Es su amor el que nos impulsa, alma y cuerpo, en nuestro tiempo. Como individuos y como Iglesia ya no vivimos para nosotros mismos. Es precisamente esto —y sólo esto— lo que hace que se difunda y prevalezca la vida. Nuestra victoria sobre la muerte comienza desde ahora.
Gracias por leer nuestros contenidos. Si deseas recibir el mail diario con las noticias de ZENIT puedes suscribirte gratuitamente a través de
The post
Leave a Reply