(ZENIT Noticias / Managua, 15.08.2025).- La toma del internado San José en Jinotepe, antaño un referente de la educación católica en la región nicaragüense de Carazo, no es un hecho aislado; es el último de un metódico desmantelamiento de la presencia institucional de la Iglesia bajo el presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo.
Durante 40 años, el colegio estuvo dirigido por las Hermanas de San José, cuya congregación llegó a Nicaragua en 1915. Generaciones de estudiantes pasaron por sus aulas, recibiendo una educación arraigada en la fe cristiana, la caridad y los valores humanistas. Ahora, tras un decreto gubernamental, el colegio ha cambiado su nombre a «Centro Educativo Bismarck Martínez», en honor a un militante sandinista asesinado durante las protestas antigubernamentales de 2018.
El cambio de nombre es más que simbólico: replantea la historia del colegio desde la perspectiva del partido gobernante. Murillo ha acusado a las hermanas de complicidad en actos de tortura y asesinato contra simpatizantes sandinistas durante dichas protestas, acusaciones ampliamente rechazadas por los observadores religiosos. Martha Patricia Molina, investigadora sobre libertad religiosa en Nicaragua, denunció las acusaciones como difamación infundada, argumentando que las hermanas han sido constantes en su misión de servicio desde principios del siglo XX.
La confiscación provocó una condena internacional inmediata. La Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado de EE. UU. la calificó como «una prueba más de que la crueldad de la dictadura de Murillo-Ortega no tiene límites». Sin embargo, es poco probable que la indignación de Washington frene la tendencia.
En enero, las autoridades expropiaron el seminario San Luis Gonzaga en Matagalpa y el centro de retiros La Cartuja. En los años anteriores, decenas de emisoras de radio católicas fueron clausuradas, el clero fue arrestado o expulsado y se prohibieron las procesiones religiosas. La escalada comenzó después de que la Iglesia mediara en las conversaciones de diálogo nacional en 2018, conversaciones que fracasaron cuando las fuerzas gubernamentales reprimieron violentamente las protestas, dejando cientos de muertos.
Este patrón evoca momentos anteriores de la historia latinoamericana, cuando los gobiernos veían a la Iglesia como una potencia rival. En el México del siglo XIX, las reformas liberales despojaron a la Iglesia de sus tierras; en Cuba, después de 1959, las órdenes religiosas fueron expulsadas y sus escuelas nacionalizadas. En ambos casos, la medida se presentó como un acto de soberanía, pero funcionó como un medio de control ideológico.
Hoy en Nicaragua, la dinámica es similar: al desmantelar las instituciones eclesiásticas, el Estado busca debilitar la capacidad de la Iglesia para formar nuevas generaciones, hablar públicamente sobre cuestiones morales y servir como una fuente independiente de autoridad. La escuela San José, con décadas de confianza comunitaria, representaba precisamente el tipo de influencia que el gobierno de Ortega-Murillo ya no tolera.
Para los habitantes de Jinotepe, la confiscación es una herida no solo para la Iglesia, sino también para la memoria cívica. Si bien el gobierno ha cambiado el letrero de la entrada, las historias de lo que las Hermanas construyeron —actos discretos de servicio, lecciones de fe y atención a los vulnerables— seguirán circulando. La historia sugiere que tales recuerdos, aunque reprimidos, tienen una forma de resurgir cuando las mareas políticas cambian.
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