(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 31.08.2025).- Al medio día del domingo 31 de agosto, último día del mes, el Papa León XIV rezó el Ángelus desde la ventana del apartamento pontificio que da a la Plaza de San Pedro. Como de costumbre, antes del inicio del rezo de la oración mariana del Ángelus el Papa pronunció la alocución dominical en torno al Evangelio de ese domingo. La ofrecemos a continuación traducida al castellano:
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Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!
Sentarse a la mesa juntos, especialmente en los días de descanso y de fiesta, es un signo de paz y de comunión en todas las culturas. En el Evangelio de este domingo (Lc 14,1.7-14), Jesús es invitado a comer por uno de los jefes de los fariseos. Tener invitados ensancha el espacio del corazón, y hacerse huésped exige la humildad de entrar en el mundo del otro. Una cultura del encuentro se nutre de estos gestos que acercan.
Encontrarse no siempre es fácil. El evangelista señala que los comensales “observaban” a Jesús y, en general, Él era mirado con cierta desconfianza por los intérpretes más rigurosos de la tradición. Sin embargo, el encuentro es posible porque Jesús se hace realmente cercano, no permanece ajeno a la situación.
Se hace huésped de verdad, con respeto y autenticidad. Renuncia a esos buenos modales que son sólo formalidades que eluden comprometerse recíprocamente. Así, con su estilo, mediante una parábola, describe lo que ve e invita a pensar a quienes lo observan. De hecho, Él se había percatado de una carrera por ocupar los primeros lugares. Esto sucede también hoy, no tanto en la familia, sino en las ocasiones en que importa “hacerse notar”. Entonces, el estar juntos, se transforma en una competición.
Hermanas y hermanos, sentarnos juntos en torno a la mesa eucarística, en el día del Señor, significa también para nosotros darle a Jesús la palabra. Él, se hace nuestro huésped y puede describir cómo nos ve. Es muy importante vernos a través de su mirada, repensar cómo muchas veces reducimos la vida a una competición, cómo perdemos la compostura con tal de obtener algún reconocimiento, cómo nos comparamos inútilmente unos con otros. Detenernos a reflexionar, dejarnos sacudir por una Palabra que cuestiona las prioridades que ocupan nuestro corazón, es una experiencia de libertad. Jesús nos llama a la libertad.
El Evangelio usa la palabra “humildad” para describir la forma plena de la libertad (cf. Lc 14,11). La humildad, en efecto, es ser libre de uno mismo. Nace cuando el Reino de Dios y su justicia se han convertido verdaderamente en nuestro interés y podemos permitirnos mirar lejos: no la punta de nuestros pies, ¡sino lejos! Quien se engrandece, en general, parece no haber encontrado nada más interesante que sí mismo y, en el fondo, tiene poca seguridad en sí. Pero quien ha comprendido que es muy valioso a los ojos de Dios, quien se siente profundamente hijo o hija de Dios, tiene cosas más grandes de las que gloriarse y posee una dignidad que brilla por sí sola. Esa se coloca en primer plano, ocupa el primer lugar sin esfuerzo y sin estrategias, cuando en vez de servirnos de las situaciones, aprendemos a servir.
Queridos amigos, pidamos hoy que la Iglesia sea para todos un taller de humildad, es decir, esa casa en la que siempre se es bienvenido, donde los puestos no se conquistan, donde Jesús puede tomar todavía la Palabra y educarnos en su humildad y en su libertad. María, a quien ahora invocamos, es verdaderamente la Madre de esta casa.
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