(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 11.09.2025).- Por la mañana del jueves 11 de septiembre, en el Aula del Sínodo de los Obispos, el Papa León XIV recibió en audiencia a un grupo de casi 200 eclesiásticos que han sido nombrados obispos en el último año. Se trata de los participantes en el curso para nuevos obispos que ofrece el Dicasterio de los Obispos, organismo de la Santa Sede del cual el Papa León fue prefecto. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa, si bien este solo supuso la parte inicial del encuentro (sobre la otra parte, la de las preguntas de los obispos y las respuestas del Papa, ZENIT ofrece otra publicación).
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Buenos días, good morning. Vamos a comenzar cantando el Veni Creator. Creo que todos tienen una copia. Espero que alguien tenga mejor voz que la mía esta mañana… Empecemos a capela.
[Canto “Veni Creator”]
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
“¡Al servicio de la Iglesia”! Buenos días a todos ustedes. Comenzaré con unas palabras preparadas en italiano, y después quizá pase al inglés para dar un respiro a los traductores. Luego tendremos un tiempo de diálogo. Me alegrará mucho escuchar al mayor número posible de ustedes, tal vez tener la oportunidad de que me hagan algunas preguntas y, de ese modo, poder conocernos un poco más.
Somos 200 obispos, un solo Papa, y no demasiado tiempo, así que lo aprovecharemos lo mejor posible. Haremos una pausa hacia las 11 o trataremos de terminar hacia esa hora, y luego la segunda parte de la mañana será un momento individual para saludarnos, tomarnos una buena foto —que podrán colgar en la casa episcopal— y al menos poder encontrarnos cara a cara. Ese será, entonces, el recorrido de la mañana. Desde ya pueden ir pensando en preguntas que quieran plantear o cosas que deseen compartir.
Primero, unas breves palabras preparadas, en italiano.
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Queridos hermanos en el episcopado:
Los acojo y saludo con gran alegría, casi al concluir estas jornadas de formación y oración que han vivido juntos aquí en Roma. Agradezco al Dicasterio para los Obispos —pensaba venir a este curso vestido también de negro…—, al Dicasterio para las Iglesias Orientales y al Dicasterio para la Evangelización, en las personas del Prefecto, de los Secretarios y de sus colaboradores, que han cuidado la preparación y organización de este curso.
Deseo recordar, ante todo, algo tan simple como no obvio: el don que han recibido no es para ustedes mismos, sino para servir a la causa del Evangelio. Han sido elegidos y llamados para ser enviados, como apóstoles del Señor y como servidores de la fe. Y es precisamente sobre esto en lo que quisiera detenerme brevemente, antes de tener con ustedes un diálogo fraterno: el Obispo es siervo, el Obispo está llamado a servir la fe del pueblo.
Se trata de algo que concierne a nuestra identidad. Luego hablaré un poco de algunos elementos y características de esta identidad; quizá algunos de ustedes todavía se pregunten: ¿por qué fui elegido yo? Yo al menos me lo pregunto. El servicio no es una característica externa o un modo de ejercer el rol. Al contrario, a quienes Jesús llama como discípulos y anunciadores del Evangelio, en particular a los Doce, se les pide la libertad interior, la pobreza de espíritu y la disponibilidad al servicio que nace del amor, para encarnar la misma elección de Jesús, que se hizo pobre para enriquecernos (cfr 2 Cor 8,9). Él nos mostró el estilo de Dios, que no se revela en el poder, sino en el amor de un Padre que nos llama a la comunión con Él.
En relación con la ordenación del Obispo, Agustín afirma: «Ante todo, quien preside al pueblo debe comprender que es siervo de muchos» (Sermón 340/A, 1). Al mismo tiempo, recuerda que en los Apóstoles se había insinuado «una cierta ansia de grandeza» (ibíd.), ante la cual Jesús debió intervenir como un médico para sanarlos. Recordemos, de hecho, la advertencia del Señor cuando ve al grupo de los Doce discutiendo sobre quién era el más grande: «El que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes será esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Muchas veces el papa Francisco repetía: la única autoridad que tenemos es el servicio, ¡y un servicio humilde! Es realmente importante que meditemos y tratemos de vivir esas palabras.
Les pido, por tanto, que estén siempre vigilantes y caminen en humildad y oración, para hacerse siervos del pueblo al que el Señor los envía. Este servicio —recordaba el papa Francisco en una ocasión semejante— se expresa en ser signo de la cercanía de Dios: «La cercanía al pueblo que se nos confía no es una estrategia oportunista, sino nuestra condición esencial. Jesús quiere acercarse a sus hermanos a través de nosotros, de nuestras manos abiertas que acarician y consuelan; de nuestras palabras, pronunciadas para ungir el mundo con el Evangelio y no con nosotros mismos; de nuestro corazón, cuando se carga con las angustias y las alegrías de los hermanos» (Discurso a los Obispos participantes en el Curso de formación, 12 de septiembre de 2019).
Al mismo tiempo, hoy debemos preguntarnos qué significa ser siervos de la fe del pueblo. Por importante y necesaria que sea, no basta la sola conciencia de que nuestro ministerio esté arraigado en el espíritu de servicio, a imagen de Cristo. De hecho, debe traducirse también en el estilo del apostolado, en las diversas formas del cuidado y del gobierno pastoral, en el ardor del anuncio, de modos diversos y creativos según las situaciones concretas que tengan que afrontar.
La crisis de la fe y de su transmisión, junto con las dificultades que afectan a la pertenencia y la práctica eclesial, nos invitan a redescubrir la pasión y el coraje para un nuevo anuncio del Evangelio. Al mismo tiempo, diversas personas que parecen estar alejadas de la fe, con frecuencia vuelven a llamar a las puertas de la Iglesia o se abren a una nueva búsqueda de espiritualidad, que a veces no encuentra lenguajes y formas adecuadas en las propuestas pastorales habituales.
Y no debemos olvidar, además, los otros desafíos, de carácter más cultural y social, que nos afectan a todos y que, de manera especial, tocan a ciertos territorios: el drama de la guerra y de la violencia, los sufrimientos de los pobres, la aspiración de tantos a un mundo más fraterno y solidario, los retos éticos que nos interpelan sobre el valor de la vida y de la libertad… y la lista sería ciertamente más larga.
En este contexto, la Iglesia los envía como pastores solícitos, atentos, que saben compartir el camino, las preguntas, las angustias y las esperanzas de la gente; pastores que desean ser guías, padres y hermanos para los sacerdotes y para las hermanas y hermanos en la fe.
Queridísimos, rezo por ustedes, para que nunca les falte el soplo del Espíritu y para que la alegría de su Ordenación, como perfume suave, pueda extenderse también a quienes van a servir. ¡Gracias!
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