Sinodalidad y discernimiento: ¿qué debemos discernir hoy y como se alimenta localmente la sinodalidad? Papa León XIV lo explica

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(ZENIT Noticias / San Juan de Letrán, Ciudad del Vaticano, 19.09.2025).- Por la tarde del viernes 19 de septiembre, el Papa León XIV presidió la liturgia de la Palabra en la catedral de San Juan de Letrán, en ocasión de la Asamblea de la Diócesis de Roma. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa. León XIV es el obispo de la diócesis de Roma, de ahí la importancia especial de este mensaje a su propia diócesis.

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Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí una alegría encontrarme con vosotros en la Catedral de Roma: el Papa es tal en cuanto Obispo de Roma, y yo estoy con vosotros como cristiano y como Obispo para vosotros. Agradezco al Cardenal Vicario las palabras con las que ha introducido este encuentro, que vivo como un gran abrazo del Obispo a su pueblo.

Saludo a los miembros del Consejo Episcopal, a los párrocos, a todos los presbíteros, a los diáconos, a las religiosas, a los religiosos y a todos vosotros que estáis aquí en representación de las parroquias. Os agradezco la alegría de vuestro discipulado, vuestro trabajo pastoral, las cargas que lleváis y las que quitáis de encima a tantos que llaman a la puerta de vuestras comunidades.

Las palabras que Jesús dirigió a la samaritana, que acabamos de escuchar en el Evangelio, en este momento histórico difícil, se dirigen ahora a nosotros, Iglesia de Roma: «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10). A aquella mujer fatigada, que llega al pozo en la hora más calurosa del día, Jesús le revela que hay un agua viva que sacia para siempre, una fuente que brota y nunca se agota: es la vida misma de Dios donada a la humanidad. Este don es el Espíritu Santo, que apaga nuestra sed y riega nuestra aridez, iluminando nuestro camino. También San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, utiliza la palabra «don» para indicar al Espíritu Santo, el Espíritu creador capaz de renovar todas las cosas.

A través del proceso sinodal, el Espíritu ha suscitado la esperanza de una renovación eclesial, capaz de revitalizar las comunidades, para que crezcan en el estilo evangélico, en la cercanía a Dios y en la presencia de servicio y testimonio en el mundo.

El fruto del camino sinodal, tras un largo período de escucha y debate, ha sido ante todo el impulso a valorizar los ministerios y los carismas, atendiendo a la vocación bautismal, poniendo en el centro la relación con Cristo y la acogida de los hermanos, empezando por los más pobres, compartiendo sus alegrías y sus penas, sus esperanzas y sus fatigas. De este modo, se pone de relieve el carácter sacramental de la Iglesia que, como signo del amor de Dios por la humanidad, está llamada a ser canal privilegiado para que el agua viva del Espíritu pueda llegar a todos. Esto requiere la ejemplaridad del pueblo santo de Dios. Como sabemos, la sacramentalidad y la ejemplaridad son dos conceptos clave de la eclesiología del Concilio Vaticano II y de la hermenéutica del Papa Francisco. Recordarán cuánto le importaba el tema patrístico del mysterium lunae, es decir, la Iglesia vista en el reflejo de la luz de Cristo, de la relación con Él, sol de justicia y luz de las gentes.

El Papa Francisco, en la Nota que acompaña al Documento final de la XVI Asamblea sinodal (24 de noviembre de 2024), escribió que este «contiene indicaciones que, a la luz de sus orientaciones fundamentales, ya pueden ser incorporadas en las Iglesias locales y en las agrupaciones de Iglesias, teniendo en cuenta los diferentes contextos, lo que ya se ha hecho y lo que queda por hacer para aprender y desarrollar cada vez mejor el estilo propio de la Iglesia sinodal misionera».

Pues bien, ahora nos toca a nosotros ponernos manos a la obra para que la Iglesia que vive en Roma se convierta en un laboratorio de sinodalidad, capaz —con la gracia de Dios— de realizar «hechos del Evangelio», en un contexto eclesial en el que no faltan las dificultades, especialmente en lo que se refiere a la transmisión de la fe, y en una ciudad que necesita profecía, marcada como está por numerosas y crecientes pobrezas económicas y existenciales, con jóvenes a menudo desorientados y familias a menudo agobiadas. Una Iglesia sinodal en misión necesita habilitarse para un estilo que valore los dones de cada uno y que comprenda la función de guía como un ejercicio pacificador y armonioso, para que, en la comunión suscitada por el Espíritu, el diálogo y la relación nos ayuden a vencer las numerosas presiones hacia la oposición o el aislamiento defensivo.

El dinamismo sinodal debe alimentarse, por tanto, en los contextos reales de cada Iglesia local. ¿Qué significa esto concretamente?

Se trata, ante todo, de trabajar por la participación activa de todos en la vida de la Iglesia. En este sentido, un instrumento para incrementar la visión de una Iglesia sinodal y misionera son los organismos de participación. Estos ayudan al Pueblo de Dios a ejercer plenamente su identidad bautismal, fortalecen el vínculo entre los ministros ordenados y la comunidad y guían el proceso que va desde el discernimiento comunitario hasta las decisiones pastorales. Por esta razón, os invito a reforzar la formación de los organismos de participación y, a nivel parroquial, a verificar los pasos dados hasta ahora o, en caso de que no existan dichos organismos, a comprender cuáles son las resistencias para poder superarlas.

Del mismo modo, me gustaría decir unas palabras sobre las prefecturas, sobre los demás organismos que conectan diferentes ámbitos de la vida pastoral, así como sobre los propios sectores diocesanos, pensados para conectar mejor las parroquias cercanas de un determinado territorio con el centro de la diócesis. El riesgo es que estas realidades pierdan su función de instrumentos de comunión y se reduzcan a unas pocas reuniones, en las que se discute algún tema para luego volver a pensar y vivir la pastoral de forma aislada, en el propio recinto parroquial o en los propios esquemas. Hoy, como sabemos, en un mundo que se ha vuelto más complejo y en una ciudad que corre a gran velocidad y donde las personas viven una movilidad permanente, necesitamos pensar y planificar juntos, saliendo de los límites preestablecidos y experimentando iniciativas pastorales comunes. Por eso, os exhorto a hacer de estos organismos verdaderos espacios de vida comunitaria donde ejercer la comunión, lugares de encuentro donde poner en práctica el discernimiento comunitario y la corresponsabilidad bautismal y pastoral.

¿Y sobre qué estamos llamados a discernir hoy? Lo que se ha hecho en estos años es valioso, pero hay algunos objetivos que perseguir con estilo sinodal sobre los que me gustaría detenerme.

El primero que les sugiero es el cuidado de la relación entre la iniciación cristiana y la evangelización, teniendo en cuenta que la petición de los sacramentos se está convirtiendo en una opción cada vez menos practicada. Iniciar en la vida cristiana es un proceso que debe integrar la existencia en sus diversos aspectos, habilitar gradualmente para la relación con el Señor Jesús, hacer que las personas confíen en la escucha de la Palabra, deseen vivir la oración y obrar en la caridad. Es necesario experimentar, si es necesario, con nuevos instrumentos y lenguajes, involucrando a las familias en el camino y tratando de superar un enfoque escolar de la catequesis. En esta perspectiva, es necesario atender con delicadeza y atención a quienes expresan el deseo del bautismo en la adolescencia y la edad adulta. Las oficinas del Vicariato encargadas de ello deben trabajar con las parroquias, prestando especial atención a la formación continua de los catequistas.

Un segundo objetivo es la participación de los jóvenes y las familias, en lo que hoy encontramos diversas dificultades. Me parece urgente establecer una pastoral solidaria, empática, discreta, no juzgadora, que sepa acoger a todos y proponer itinerarios lo más personalizados posible, adaptados a las diferentes situaciones de vida de los destinatarios. Dado que las familias tienen dificultades para transmitir la fe y podrían verse tentadas a eludir esta tarea, debemos tratar de acompañarlas sin sustituirlas, haciéndonos compañeros de camino y ofreciéndoles herramientas para la búsqueda de Dios. Se trata, hay que decirlo con honestidad, de una pastoral que no repite lo de siempre, sino que ofrece un nuevo aprendizaje; una pastoral que se convierte en una escuela capaz de introducir en la vida cristiana, de acompañar las etapas de la vida, de tejer relaciones humanas significativas y, así, de incidir también en el tejido social, especialmente al servicio de los más pobres y débiles.

Por último, como tercer objetivo, quisiera recomendarles la formación a todos los niveles. Vivimos una emergencia formativa y no debemos engañarnos pensando que basta con llevar a cabo algunas actividades tradicionales para mantener vivas nuestras comunidades cristianas. Estas deben volverse generativas: ser un seno que inicia en la fe y un corazón que busca a quienes la han abandonado. En las parroquias se necesita formación y, donde no la haya, sería importante introducir itinerarios bíblicos y litúrgicos, sin dejar de lado las cuestiones que despiertan el interés de las nuevas generaciones, pero que nos conciernen a todos: la justicia social, la paz, el complejo fenómeno migratorio, el cuidado de la creación, el buen ejercicio de la ciudadanía, el respeto en la vida de pareja, el sufrimiento mental y las adicciones, y muchos otros retos. Ciertamente no podemos ser especialistas en todo, pero debemos reflexionar sobre estos temas, tal vez escuchando las muchas competencias que nuestra ciudad puede ofrecer.

Todo esto, por favor, debe ser pensado y hecho juntos, de manera sinodal, como pueblo de Dios que, con la guía de los pastores, no deja de esperar y desear que, según la visión del profeta Isaías (cf. 25,6-10), todos puedan sentarse algún día a la mesa preparada por el Señor.

El pasaje evangélico de la samaritana termina con un crescendo misionero: la samaritana va a sus conciudadanos, les cuenta lo que le ha sucedido y ellos acuden a Jesús y llegan a la profesión de fe. Estoy seguro de que también en nuestra diócesis el camino iniciado y acompañado en los últimos años nos llevará a madurar en la sinodalidad, en la comunión, en la corresponsabilidad y en la misión. Renovaremos en nosotros el gusto por anunciar el Evangelio a cada hombre y mujer de nuestro tiempo; correremos hacia ellos como la mujer samaritana, dejando nuestra jarra y llevando, en cambio, el agua que sacia eternamente. Y tendremos la alegría de escuchar a muchos hermanos y hermanas que, como los samaritanos, nos dirán: «Ya no creemos por tus palabras, sino porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

Que la Virgen de la confianza y la esperanza, Salus Populi Romani, nos acompañe y proteja nuestro camino.

Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.

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