(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 23.09.2025).- Por la mañana del lunes 22 de septiembre, el Papa León XIV recibió en audiencia a religiosas participantes en los Capítulos Generales de 4 diversas congregaciones femeninas: Hermanas de San Pablo de Chartres; Misioneras Salesianas de María Inmaculada; Hermanas de Santa Catalina Virgen y Mártir y Carmelitas Descalzas de Tierra Santa.
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En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡La paz esté con vosotros!
Buenos días a todas, bienvenidas!
Me alegra encontrarme con vosotras esta mañana, con motivo de vuestros Capítulos y Asambleas generales. Saludo a las Superioras presentes y a todas vosotras, junto con algunos hermanos que os acompañan también en vuestras asambleas.
Una característica común a los institutos a los que pertenecéis es el valor que ha caracterizado sus inicios. Por eso, me gustaría partir, para una breve reflexión, del pasaje del libro de los Proverbios que dice: «¿Quién hallará una mujer virtuosa? Su valor supera al de las perlas» (Pr 31,10).
Creo que vuestras historias ofrecen una respuesta a esta pregunta: en ellas, de hecho, Dios ha encontrado no a una, sino a muchas mujeres fuertes y valientes, que no han dudado en correr riesgos y afrontar problemas para abrazar sus proyectos y responder «sí» a su llamada. Y no solo eso: han abierto el camino a muchas otras que, como vosotras, siguiendo a Cristo pobre, casto y obediente, han continuado su obra, a veces hasta el martirio.
Hablamos de mujeres extraordinarias que partieron en misión en tiempos difíciles; que se inclinaron sobre las miserias morales y materiales en los ambientes más abandonados de la sociedad; que, para estar cerca de los necesitados, aceptaron arriesgar la vida, hasta perderla, víctimas de brutales violencias en tiempos de guerra.
De mujeres como ellas canta las alabanzas un antiguo himno de la Liturgia de las Horas, revelando su secreto con estas palabras: «Domaron la carne con el ayuno, alimentaron la mente con el dulce alimento de la oración, saciaron su sed con las alegrías del cielo» (Hymnus Fortem virili pectore: Commune Sanctarum Mulierum, Ad I Vesperas).
Son palabras sabias y profundas, que recuerdan las raíces de vuestra vida consagrada, tanto en la contemplación como en el compromiso apostólico. La fuerza de la fidelidad, de hecho, en ambos niveles, proviene de la misma fuente, Cristo, y los medios para obtener su riqueza son, como enseña la experiencia milenaria de la Iglesia, los mencionados: la ascética, la oración, los sacramentos, la intimidad con Dios, con su Palabra y con las cosas del cielo (cf. Col 3,1-2).
Quizás alguien, en nuestro mundo inmanentista, podría pensar que se trata de una especie de «espiritualismo», pero esto se desmentiría fácilmente con el testimonio de lo que, a lo largo de los siglos, vuestras Congregaciones han hecho y siguen haciendo. Solo gracias a la fuerza que viene de Dios, de hecho, todo esto ha sido posible. Después de todo, lo experimentamos cada día: nuestro trabajo está en manos del Señor, y nosotros solo somos instrumentos pequeños e inadecuados, «siervos inútiles», como dice el Evangelio (cf. Lc 17,10). Sin embargo, si confiamos en Él, si permanecemos unidos a Él, suceden grandes cosas, precisamente a través de nuestra pobreza.
San Agustín, a este respecto, recomendaba a las vírgenes: «Subid a las alturas con el pie de la humildad. Dios eleva a quienes le siguen con humildad […]. Confiadle los dones que os ha concedido, para que los conserve; depositad en Él vuestra fuerza (cf. Sal 58,10)» (De sancta virginitate, 52,53). Y san Juan Pablo II, meditando sobre la vida religiosa en el contexto de la Transfiguración de Cristo (cf. Mt 17,1-9), hablaba de «un “subir al monte” y un “descender del monte”» (Exhort. ap. Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, 14), por lo que «los discípulos que han disfrutado de la intimidad del Maestro, envueltos por un momento en el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, casi arrebatados en el horizonte de lo eterno, son inmediatamente devueltos a la realidad cotidiana, donde no ven más que «solo a Jesús» en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a volver al valle, para vivir con él la fatiga del designio de Dios y emprender con valentía el camino de la cruz» (ibíd.).
A esta luz miramos a Regina Protmann, María Gertrudis de la Preciosa Sangre, Marie-Anne de Tilly —con el padre Louis Chauvet – Santa Teresa de Ávila, los ermitaños del Monte Carmelo, como personas íntimamente unidas a Dios y, por tanto, consagradas a su servicio y al bien de toda la Iglesia, comprometidas a arraigar y consolidar en las almas de los hermanos ese reino de Cristo que ellas han sentido ante todo vivo en ellas, y a expandirlo por toda la tierra (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 44).
Queridas hermanas, esta es la herencia que habéis recibido y que hace que vuestra presencia aquí sea muy significativa. También en nuestros días, de hecho, se necesitan mujeres generosas. A este respecto, permitidme dirigir un saludo especial a las hermanas Carmelitas Descalzas de Tierra Santa, aquí presentes: es importante lo que estáis haciendo, con vuestra presencia vigilante y silenciosa en lugares lamentablemente desgarrados por el odio y la violencia, con vuestro testimonio de abandono confiado en Dios, con vuestra constante invocación por la paz. Todos os acompañamos con nuestra oración y, también a través de vosotras, nos acercamos a quienes sufren.
Gracias a todas vosotras, hermanas, por el bien que hacéis en tantos países del mundo y en tantos contextos diferentes. Os bendigo de corazón y os recuerdo al Señor.
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