(ZENIT Noticias / Luxemburgo, 06.10.2025).- Cuando Guillermo V de Luxemburgo prestó juramento ante la Cámara de Diputados, la solemnidad de la ocasión resonó mucho más allá de las fronteras de su pequeña pero histórica nación. Entre las voces que se unieron a la celebración se encontraba la del Papa León XIV, quien envió un telegrama personal al nuevo Gran Duque, ofreciéndole oraciones, ánimo y una visión claramente espiritual para su reinado.
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En su mensaje, el Papa describió a Luxemburgo como «un país rico en tradiciones antiguas y distinguidas, profundamente arraigado en la historia», y expresó su esperanza de que el nuevo monarca continuara cultivando los valores cristianos que desde hace mucho tiempo han forjado la identidad de la nación. Las palabras del Papa trascendieron la cortesía diplomática; transmitieron una invitación moral: a liderar no solo como soberano, sino como guardián de la conciencia y el bien común.
León XIV invocó la protección de la Virgen María sobre Guillermo y extendió su Bendición Apostólica a todos los luxemburgueses, deseándoles paz y armonía en esta nueva etapa de su vida nacional. El gesto, aunque formal en tono, resonó con calidez y continuidad, reflejando el vínculo histórico entre el Gran Ducado y la Santa Sede.
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La ascensión de Guillermo al trono marca la culminación de una transición cuidadosamente planificada que comenzó en 2024 con la jubilación gradual de su padre, el Gran Duque Enrique, tras un reinado de 25 años. El legado de Enrique está profundamente marcado por su acto de conciencia de 2008, cuando se negó a aprobar una ley que legalizaba la eutanasia, un eco del rey Balduino de Bélgica, su tío, quien enfrentó un dilema moral similar décadas antes. Ese momento definió a Enrique no solo como un monarca constitucional, sino como un hombre guiado por la fe, un principio que ahora se espera que su hijo herede en una nueva era política y cultural.
A los 43 años, Guillermo se convierte en el séptimo Gran Duque desde el establecimiento de la monarquía moderna en 1890, presidiendo el único gran ducado que queda en el mundo. Su ceremonia de coronación, a la que asistieron representantes de las casas reales vecinas, fue seguida de una tradicional gira por el país que concluyó con una misa dominical en la Catedral de Notre Dame, celebrada por el cardenal Jean-Claude Hollerich, arzobispo de Luxemburgo.
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Para una nación de menos de 700.000 habitantes, la monarquía luxemburguesa conserva un simbolismo discreto pero perdurable: un recordatorio de que el liderazgo moral puede coexistir con los límites constitucionales. El mensaje del Papa León, enmarcado en un lenguaje de fe y fraternidad, pareció reconocer ese equilibrio.
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