No es ostentando méritos como nos salvamos: el Evangelio del fariseo y el publicano explicado brevemente por Papa León XIV

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 26.10.2025).- Al medio día del domingo 26 de octubre, el Papa León XIV se asomó desde el balcón del apartamento pontificio que da a la Plaza de San Pedro para rezar con miles de fieles la oración mariana del Ángelus. En la alocución previa, el Papa profundizó el Evangelio que ofrecía la liturgia del mismo domingo regalando así una preciosa y breve reflexión que ofrecemos a continuación traducida al castellano.

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!

Hoy el Evangelio (cf. Lc 18,9-14) nos presenta a dos personajes, un fariseo y un publicano, que rezan en el Templo.

El primero se jacta de una larga lista de méritos. Las buenas obras que realiza son muchas, y por eso se siente mejor que los demás, a quienes juzga con desprecio. Se mantiene de pie, con la cabeza alta. Su actitud es claramente presuntuosa: denota una observancia estricta de la Ley, sí, pero pobre en amor, hecha de «dar» y «tener», de deudas y créditos, carente de misericordia.

El publicano también está rezando, pero de manera muy diferente. Tiene mucho que perdonar: es un recaudador a sueldo del Imperio romano y trabaja con un contrato de subcontratación que le permite especular con los ingresos en detrimento de sus propios compatriotas. Sin embargo, al final de la parábola, Jesús nos dice que, de los dos, es precisamente él quien vuelve a casa «justificado», es decir, perdonado y renovado por el encuentro con Dios. ¿Por qué?

En primer lugar, el publicano tiene el valor y la humildad de presentarse ante Dios. No se encierra en su mundo, no se resigna al mal que ha hecho. Abandona los lugares donde es temido, seguro, protegido por el poder que ejerce sobre los demás. Viene al Templo solo, sin escolta, aun a costa de enfrentarse a miradas duras y juicios severos, y se coloca ante el Señor, al fondo, con la cabeza gacha, pronunciando unas pocas palabras: «Dios, ten piedad de mí, que soy pecador» (v. 13).

Así, Jesús nos da un mensaje poderoso: no es ostentando nuestros méritos como nos salvamos, ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, pidiendo perdón y confiando en la gracia del Señor.

Al comentar este episodio, san Agustín compara al fariseo con un enfermo que, por vergüenza y orgullo, oculta sus llagas al médico, y al publicano con otro que, con humildad y sabiduría, desnuda ante el médico sus heridas, por feas que sean, pidiendo ayuda. Y concluye: «No nos sorprende […] que aquel publicano, que no se avergonzó de mostrar su parte enferma, regresara […] curado» (Sermo 351,1).

Queridos hermanos y hermanas, hagamos lo mismo. No tengamos miedo de reconocer nuestros errores, de mostrarlos asumiendo nuestra responsabilidad y confiándolos a la misericordia de Dios. Así podrá crecer, en nosotros y a nuestro alrededor, su Reino, que no pertenece a los soberbios, sino a los humildes, y que se cultiva, en la oración y en la vida, a través de la honestidad, el perdón y la gratitud.

Pidamos a María, modelo de santidad, que nos ayude a crecer en estas virtudes.

Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.

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