(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 09.11.2025).- Al medio día del domingo 9 de noviembre, el Papa León XIV se asomó por la ventana del apartamento pontificio que da a la Plaza de San Pedro para rezar con miles de peregrinos congregados en la Plaza la oración mariana del Ángelus. Dado que ese domingo la Iglesia católica celebra la dedicación de la basílica de san Juan de Letrán, el Papa ofreció su alocución dominical en torno a esa celebración. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano de las palabras del Papa:
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Hermanos y hermanas: ¡Buen domingo!
En el día de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, contemplamos el misterio de unidad y de comunión con la Iglesia de Roma, llamada a ser la madre que cuida con esmero la fe y el camino de los cristianos de todo el mundo.
La Catedral de la Diócesis de Roma y sede del Sucesor de Pedro, como sabemos, no sólo es una obra de extraordinaria importancia histórica, artística y religiosa, sino que también representa la fuerza motriz de la fe confiada y custodiada por los apóstoles y su transmisión a lo largo de la historia. La grandeza de este misterio resplandece también en el esplendor artístico del edificio, que, en su nave central, alberga las doce grandes estatuas de los apóstoles, primeros seguidores de Cristo y testigos del Evangelio.
Esto exige una mirada espiritual que nos ayude a ver más allá de las apariencias externas, para comprender en el misterio de la Iglesia mucho más que un simple lugar, un espacio físico, una construcción hecha de piedras; en realidad, como el Evangelio nos recuerda en el episodio de la purificación realizada por Jesús en el templo de Jerusalén (cf. Jn 2,13-22), el verdadero santuario de Dios es Cristo muerto y resucitado. Él es el único mediador de la salvación, el único Redentor, Aquél que, al unirse a nuestra humanidad y transformarnos con su amor, representa la puerta (cf. Jn 10,9) que se abre de par en par para nosotros y nos conduce al Padre.
Y, unidos a Él, también nosotros somos piedras vivas de este edificio espiritual (cf. 1 P 2,4-5). Somos la Iglesia de Cristo, su cuerpo, sus miembros llamados a difundir su Evangelio de misericordia, consuelo y paz por todo el mundo, mediante esa adoración espiritual que debe resplandecer por encima de todo en nuestro testimonio de vida.
Hermanos y hermanas, debemos orientar nuestros corazones a esta mirada espiritual. Con frecuencia, las debilidades y los errores de los cristianos, junto con tantos estereotipos y prejuicios, nos impiden comprender la riqueza del misterio de la Iglesia. Su santidad, en realidad, no reside en nuestros méritos, sino en el «don del Señor [que] no se revoca jamás», que «con un amor que raya en la paradoja, elige una y otra vez como recipiente de su presencia las manos sucias del hombre» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 2016, 286).
Caminemos, pues, con la alegría de ser el Pueblo santo que Dios ha elegido e invoquemos a María, Madre de la Iglesia, para que nos ayude a acoger a Cristo y nos acompañe con su intercesión.
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