Papa en primera misa “por cuidado de la creación”: por la conversión de quienes, dentro y fuera de la Iglesia, aún no reconocen urgencia de cuidar nuestra casa común

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(ZENIT Noticias / Castelgandolfo, Ciudad del Vaticano, 09.07.2025).- Por la mañana del miércoles 9 de julio, el Papa León XIV presidió la misa en los jardines de las Villas Pontificias de Castelgandolfo. El altar portátil de la sacristía papal se situó bajo la estatua de la Virgen, el mismo lugar que visitó el Papa durante su primera visita a Castel Gandolfo y que quedó inmortalizado en una foto difundida por la oficina de prensa. Frente a la estatua de la Virgen hay un estanque.

El Papa llegó a pie, seguido de su secretario, el padre Edgar Rimaycuna, monseñor Leonardo Sapienza y el cardenal Michael Czerny. Fue recibido por el cardenal Fabio Baggio y el padre Manuel Dorantes. La misa comenzó a las 8:55 h y finalizó a las 9:46 h. Estuvieron presentes unas cincuenta personas, entre empleados y colaboradores de Borgo Laudato si’. El cardenal Baggio introdujo la misa. La hermana Alessandra Smerilli leyó la primera lectura y el padre Dorantes leyó el Evangelio del día.

Ofrecemos a continuación la homilía del Papa traducida al castellano (una parte fue espontánea y la otra leída). Se ha usado por primera vez el formulario de la misa “por el cuidado de la creación” presentado el 3 de julio de 2025 por el Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

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En este hermoso día, antes que nada, quisiera invitar a todos, incluyéndome, a vivir lo que estamos celebrando en la belleza de una catedral, que podríamos describir como “natural”, por las plantas y demás elementos de la creación que nos hacen de marco para la Eucaristía, palabra que significa “dar gracias al Señor”.

Y en ella, son muchos los motivos por los que queremos dar gracias al Señor: ésta podría ser la primera celebración en la que usamos el formulario y las lecturas bíblicas para la Misa por la custodia de la creación, que es fruto de la colaboración de trabajo entre varios Dicasterios del Vaticano.

Personalmente, me gustaría agradecer a muchos de los aquí presentes por su contribución a la realización de esta liturgia. Como bien saben, la liturgia representa la vida, y ustedes son la vida de este Centro Laudato si’. Quisiera también agradecerles a ustedes, en este momento y en esta ocasión, todo lo que hacen siguiendo la bellísima inspiración del Papa Francisco, que dio esta pequeña porción de los jardines precisamente para continuar con la misión tan importante ―la necesidad de cuidar la creación, nuestra casa común―, que seguimos profundizando, tras diez años de la publicación de la Laudato si’.

Como en las iglesias de los primeros siglos, en las que para entrar se tenía que pasar antes por la pila bautismal, aquí también hay una fuente. No quisiera tener que entrar en estas aguas y “ser bautizado” en ellas. Sin embargo, el signo de pasar por el agua para ser lavados de nuestros pecados, de nuestras debilidades y, de este modo, poder entrar en el gran misterio de la Iglesia, es algo que vivimos también hoy. Al principio de la Misa hemos pedido por la conversión, por nuestra conversión. Quisiera agregar que tenemos que pedir por la conversión de muchas personas, tanto dentro como fuera de la Iglesia, que aún no reconocen la urgencia de cuidar nuestra casa común.

Tantos de los desastres naturales que vemos en el mundo, en varios lugares y países, son producidos, en parte, por los excesos del ser humano, a causa de su estilo de vida. Por eso debemos preguntarnos a nosotros mismos si estamos viviendo o no esa conversión que es tan necesaria.

Después de estas palabras, tengo también una homilía que había preparado para esta ocasión y que quisiera compartir con ustedes. Les pido un poco de paciencia, pues contiene algunos elementos que realmente nos ayudan a continuar esta mañana con nuestra reflexión, durante este momento familiar y sereno, si bien en un mundo que arde, tanto por el calentamiento global como por los conflictos armados, que hacen tan actual el mensaje del Papa Francisco en las encíclicas Laudato si’ y Fratelli tutti. Podemos vernos reflejados en el Evangelio que hemos escuchado, en el miedo de los discípulos en la tormenta, que es el miedo de gran parte de la humanidad. No obstante, en el corazón del Jubileo confesamos que ¡hay esperanza! La hemos encontrado en Jesús, el Salvador del mundo. Él sigue calmando soberanamente la tormenta. Su poder no perturba, sino que crea; no destruye, sino que llama a la existencia, dando nueva vida. Y nos preguntamos: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?»(Mt 8,27).

El asombro que expresa esta pregunta es el primer paso que nos aparta del miedo. Jesús había vivido y rezado alrededor del lago de Galilea. Allí había llamado a sus primeros discípulos en sus lugares de vida y de trabajo. Las parábolas con las que anunciaba el Reino de Dios revelan un profundo vínculo con esa tierra y esas aguas, con el ritmo de las estaciones y la vida de las criaturas.

El evangelista Mateo describe la tormenta como un “estremecimiento de la tierra” (seismos); utilizará el mismo término para referirse al terremoto que se produjo en el momento de la muerte de Jesús y al amanecer de su resurrección. Sobre este estremecimiento, Cristo se eleva, erguido: ya aquí el Evangelio nos permite vislumbrar al Resucitado, presente en nuestra enrevesada historia. La reprimenda que Jesús dirige al viento y al mar manifiesta su poder de vida y salvación, que se impone a aquellas fuerzas ante las cuales las criaturas se sienten perdidas.

Volvamos entonces a preguntarnos: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mt 8,27). El himno de la carta a los Colosenses que hemos escuchado parece responder precisamente a esta pregunta: «Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15-16). Sus discípulos, ese día, a merced de la tormenta, aterrorizados, aún no podían profesar esta cognición sobre Jesús. Nosotros hoy, en la fe que nos ha sido transmitida, podemos en cambio continuar diciendo: «Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo» (v. 18). Son palabras que nos comprometen a lo largo de la historia, que nos convierten en un cuerpo vivo, cuya cabeza es Cristo. Nuestra misión de custodiar la creación, de llevarle paz y reconciliación, es su misma misión: la misión que el Señor nos ha confiado. Nosotros escuchamos el clamor de la tierra y de los pobres, porque este clamor ha llegado al corazón de Dios. Nuestra indignación es su indignación, nuestro trabajo es su trabajo.

A este propósito, el canto del salmista nos inspira: «¡La voz del Señor sobre las aguas! El Dios de la gloria hace oír su trueno: el Señor está sobre las aguas torrenciales. ¡La voz del Señor es potente, la voz del Señor es majestuosa!» (Sal 29,3-4). Esta voz obliga a la Iglesia a ser profética, incluso cuando exige la audacia de oponernos al poder destructivo de los príncipes de este mundo. La alianza indestructible entre el Creador y las criaturas, de hecho, moviliza nuestra inteligencia y nuestros esfuerzos para que el mal se convierta en bien, la injusticia en justicia y la codicia en comunión.

Con infinito amor, el único Dios creó todas las cosas, dándonos la vida; por eso san Francisco de Asís llamaba a las criaturas hermano, hermana, madre. Sólo una mirada contemplativa puede cambiar nuestra relación con las cosas creadas y sacarnos de la crisis ecológica que tiene como causa la ruptura de las relaciones con Dios, con el prójimo y con la tierra, a causa del pecado (cf. Papa Francisco, Carta enc. Laudato si’, 66).

Queridos amigos, el Borgo Laudato si’, en el que nos encontramos, quiere ser, por intuición del Papa Francisco, un “laboratorio” en el cual vivir esa armonía con la creación que es para nosotros sanación y reconciliación, elaborando formas nuevas y eficaces de custodiar la naturaleza que se nos ha confiado. A ustedes, que se dedican con diligencia a realizar este proyecto, les aseguro por tanto mi oración y mi aliento.

La Eucaristía que estamos celebrando da sentido y sustenta nuestro trabajo. Como escribió el Papa Francisco, de hecho, «en la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él» (Papa Francisco, Carta enc. Laudato si’, 236). Desde este lugar, deseo concluir mis reflexiones confiándoles las palabras con las que san Agustín, en las últimas páginas de sus Confesiones, asocia a las cosas creadas y al hombre en una alabanza cósmica: oh Señor, «te alaban tus obras para que te amemos, y te amamos para que te alaben tus obras» (San Agustín, Confesiones, XIII, 33,48). Que esta sea la armonía que difundimos en el mundo.

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