Investigación revela que 270 millones de seres humanos han muerto por culpa de la Fertilización In Vitro

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(ZENIT Noticias / Washington, 15.08.2025).- Desde que nació el primer «bebé probeta» en Inglaterra en 1978, la fecundación in vitro (FIV) ha sido aclamada por millones de personas como un milagro médico: una vía hacia la paternidad para quienes no pueden concebir de forma natural. Hoy en día, más de 17 millones de niños han llegado al mundo mediante técnicas de reproducción asistida (TRA), casi todos ellos mediante FIV. Sin embargo, junto a estos nacimientos celebrados se esconde una realidad más oscura y mucho menos publicitada: la asombrosa cantidad de embriones perdidos, descartados o destruidos deliberadamente en el proceso.

Un análisis académico reciente, publicado en la revista «Fertility and Sterility«, ha vuelto a visibilizar esta falla ética. Se estima que por cada niño nacido mediante FIV, se eliminan muchos más embriones —cada uno una vida humana distinta en su etapa más temprana—. Las proyecciones conservadoras sugieren que, desde 1978, el número de embriones perdidos directamente mediante procedimientos de FIV podría superar los 270 millones.

Parte de esta pérdida está intrínseca a la mecánica del método. Las clínicas de fertilidad generan rutinariamente más embriones de los que pretenden implantar. Algunos se consideran «no viables» según el análisis genético, otros se congelan indefinidamente y posteriormente se descartan cuando los padres deciden que la familia está completa. Incluso los embriones inicialmente seleccionados para implantación suelen ser «reducidos» si se producen embarazos múltiples, un eufemismo para terminar con una o más vidas en el útero por seguridad percibida.

Los profesionales de la industria son francos al respecto. Como declaró el director de una clínica de fertilidad a «MedPage Today«, en la gran mayoría de los casos en que quedan embriones sobrantes después del tratamiento, los pacientes optan por su eliminación. En la práctica, el proceso dista mucho de la visión idealizada de un solo óvulo que se une a un solo espermatozoide y da lugar a un hijo anhelado.

Desde un punto de vista moral, muchos bioeticistas y líderes religiosos argumentan que la distinción entre descartar un embrión en un laboratorio e interrumpir un embarazo mediante un aborto es falsa: ambos implican la destrucción intencional de una vida humana. La Iglesia Católica, por ejemplo, ha condenado sistemáticamente la FIV no solo por la destrucción de embriones, sino también por separar la procreación del acto marital. Algunas figuras políticas que, por lo general, defienden posturas provida han eludido esta coherencia moral. A principios de este año, después de que la Corte Suprema de Alabama reconociera los embriones congelados como niños bajo la ley estatal, los senadores Ted Cruz y Katie Britt presentaron rápidamente una legislación para proteger el acceso irrestricto a la FIV. Los críticos afirman que esto refleja la creciente tendencia a tratar la tecnología reproductiva como un «derecho» intocable, incluso cuando entra en conflicto con el principio de la dignidad de la vida desde la concepción.

El debate también plantea preocupaciones prácticas. Si los programas de FIV financiados con fondos públicos se expandieran drásticamente, como sugieren algunas propuestas, el número anual de embriones destruidos podría duplicar el número de abortos legales en Estados Unidos. Esta posibilidad alarma a los defensores de la vida, quienes argumentan que el costo silencioso de la FIV debería evocar el mismo dolor y urgencia que el aborto.

Más allá del ámbito político, el debate también gira en torno a la conciencia cultural. La FIV se considera ahora una atención médica rutinaria, pero su costo humano —medido en vidas que se extinguen silenciosamente antes del nacimiento— permanece en gran medida oculto a la conciencia pública. Para muchas parejas que han dado la bienvenida a sus hijos a través de esta tecnología, la alegría es profunda y profundamente personal. Pero para quienes se preocupan por la santidad de la vida en cada etapa, la pregunta persiste: ¿puede una práctica que crea vida mientras la destruye tanto reconciliarse con una ética de vida coherente?

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