(ZENIT Noticias / Manila, 10.09.2025).- La delicada relación entre el catolicismo y la masonería resurgió en Filipinas este mes cuando un sacerdote local fue suspendido tras bendecir una lápida masónica en una ceremonia pública. El incidente, capturado en fotografías y rápidamente difundido en redes sociales, ha encendido el debate sobre la disciplina eclesial, la claridad doctrinal y las realidades de la vida católica en un país donde la masonería tiene una visible presencia social.

El 1 de septiembre, los Agustinos Descalzos (OAD) anunciaron la suspensión temporal del padre Libby Daños, sacerdote que sirve en la ciudad de Ormoc, provincia de Leyte. La medida se produjo tras la difusión viral de imágenes que mostraban a Daños bendiciendo una lápida con símbolos masónicos, un gesto que, según las autoridades eclesiásticas, contradice la doctrina católica.

El padre Luigi Kerschbamer, prior provincial de la OAD, afirmó que el sacerdote no había comprendido plenamente las implicaciones del suceso, pero reconoció que la acción causó escándalo entre los fieles. En una declaración formal, Kerschbamer enfatizó que Daños expresó su «profundo arrepentimiento» y está cooperando con una investigación canónica. Mientras el caso esté bajo revisión, Daños tiene prohibido ejercer el ministerio público.

«El incidente ilustra la necesidad de vigilancia», escribió Kerschbamer, añadiendo que la orden está reforzando los programas de formación para sus miembros a fin de asegurar que puedan discernir situaciones que puedan comprometer el testimonio de la Iglesia.

La suspensión se produce en un momento en que el Vaticano ha aclarado repetidamente su postura sobre la incompatibilidad entre la fe católica y la afiliación masónica. En noviembre de 2023, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe reiteró que la masonería, particularmente en Filipinas, no se limita a los miembros formales de logias, sino que incluye un amplio círculo de simpatizantes que consideran su participación compatible con la identidad católica. La declaración rechazó firmemente esta opinión, advirtiendo a los católicos contra la participación en actividades masónicas.

Históricamente, la oposición de la Iglesia a la masonería ha sido inequívoca. Desde el siglo XVIII, sucesivos papas han condenado el movimiento, citando sus rituales esotéricos, su naturalismo filosófico y, en ocasiones, su hostilidad explícita hacia el papado. Pertenecer a logias masónicas se considera un pecado grave; a los católicos que se unen se les prohíbe recibir la comunión.

Sin embargo, en lugares como Filipinas, la frontera entre la vida cívica y la eclesial puede difuminarse. Las logias masónicas participan activamente en obras públicas y eventos sociales, y algunos católicos las perciben como asociaciones benéficas. El reciente incidente revela cómo esta percepción continúa generando fricción entre las realidades pastorales sobre el terreno y la doctrina oficial.

Para los Agustinos Descalzos, el caso del Padre Daños se presenta como una advertencia y una oportunidad de renovación. «No tomamos a la ligera la confianza depositada en nosotros», declaró Kerschbamer, asegurando a los benefactores y fieles que la orden mantiene su compromiso con la salvaguardia de la identidad católica.

Más allá de las medidas disciplinarias, el episodio plantea una cuestión más amplia: cómo la Iglesia en Filipinas puede abordar la persistencia de las simpatías masónicas entre los laicos católicos, y cómo los propios sacerdotes pueden gestionar las ceremonias públicas en una sociedad donde los símbolos a menudo conllevan significados ambiguos o controvertidos.

La suspensión del padre Daños puede resolver un problema disciplinario, pero el desafío más profundo sigue sin resolverse: salvar la brecha entre la firmeza doctrinal de la Iglesia y la fe vivida de los católicos, cuyo panorama cultural incluye influencias que desde hace tiempo se consideran irreconciliables con Roma.

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