(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 14.11.2025).- Tras dos años de silencio y escrutinio, la Santa Sede ha dado un paso decisivo en el caso de Marko Ivan Rupnik, el artista esloveno y exsacerdote jesuita cuyo nombre, antaño asociado a la belleza sagrada, se ha convertido en sinónimo de uno de los escándalos más importantes de la historia reciente de la Iglesia.
El 13 de octubre, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe anunció el nombramiento de un tribunal de cinco miembros para escuchar los cargos contra Rupnik, acusado de abuso psicológico, espiritual y sexual en serie contra mujeres, muchas de ellas religiosas que en su día lo consideraron guía espiritual.
El anuncio marca la primera señal concreta de progreso en un caso que ha puesto a prueba la credibilidad de la Iglesia en materia de justicia y rendición de cuentas. El panel, compuesto tanto por clérigos como por laicas «que no ocupan cargos dentro de la Curia Romana», fue elegido, según el Vaticano, para garantizar la «autonomía e independencia» de la misma institución que durante años no actuó ante las acusaciones.
Rupnik, ahora de 70 años, no es un clérigo desconocido. Sus mosaicos adornan algunos de los santuarios más visitados del mundo católico, desde Lourdes hasta el propio Vaticano, lo que ofrece una ironía difícil de ignorar: se alega que las mismas manos que crearon imágenes de la divina misericordia infligieron profundos daños espirituales y emocionales.
Los orígenes del caso se remontan décadas atrás, a la Comunidad de Loyola que ayudó a fundar en Liubliana en la década de 1980. Antiguos miembros han descrito una red de manipulación psicológica camuflada en retórica religiosa, donde la obediencia se convertía en control y la intimidad espiritual se convertía en escenario de explotación.
Sin embargo, cuando las primeras denuncias formales llegaron a Roma en 2021, la Congregación para la Doctrina de la Fe, entonces bajo el cardenal Luis Ladaria, se negó a investigar el asunto, alegando la prescripción de los casos que involucran a adultos. Esa decisión, ampliamente condenada por víctimas y defensores, fue vista como un símbolo de un sistema aún reticente a confrontar el abuso de poder dentro de las comunidades religiosas adultas.
Fue recién en 2023, tras la indignación pública y la intervención de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, que el Papa Francisco levantó personalmente la prescripción y ordenó que se iniciara un proceso canónico. Para entonces, Rupnik había sido expulsado de los jesuitas por desobediencia tras negarse a cooperar con su investigación interna. Posteriormente, fue incardinado en una diócesis eslovena, aparentemente con libertad para continuar con sus actividades ministeriales, una medida que intensificó la indignación entre los fieles.
Para muchos católicos, el anuncio del tribunal no es simplemente una actualización procesal, sino una prueba de si la Iglesia ha aprendido de su pasado. «Justicia retrasada es justicia denegada», declaró a esta corresponsal un abogado canónico cercano al caso, señalando que la investigación ha sido «extremadamente lenta y devastadora para la credibilidad de la justicia eclesial».
La composición del tribunal sugiere un intento deliberado de ir más allá de los círculos clericales cerrados, a menudo acusados de encubrir a los perpetradores. Los cinco jueces son europeos, lo que podría facilitar la coordinación logística, pero también invita a analizar si la proximidad cultural podría influir en el enfoque del tribunal.
Lo que aún no está claro es si el caso se tramitará mediante un juicio canónico completo o mediante un proceso administrativo acelerado, una distinción que determinará tanto su transparencia como su potencial de apelación. En cualquier caso, el camino a seguir promete ser largo y complejo.
Más allá de los tribunales, el caso Rupnik sigue atormentando al Vaticano estética y moralmente. Sus mosaicos, aún visibles en el Vaticano y otras instituciones eclesiásticas, se alzan como reliquias inquietantes de un hombre que una vez fue celebrado como teólogo en color y piedra. Para algunos, ahora simbolizan la contradicción entre la belleza y la corrupción: una imagen de la Iglesia misma, radiante pero herida.
El caso de Marko Rupnik podría, en última instancia, revelar tanto sobre el futuro de la justicia eclesiástica como sobre los pecados de un hombre. Para sus víctimas, no se trata solo de rendir cuentas, sino de reconocerse: de ser escuchadas, creídas y, por fin, reivindicadas dentro de una Iglesia que una vez los silenció en nombre de la obediencia.
Como expresó recientemente una sobreviviente de la Comunidad de Loyola: «Creíamos que servíamos a Dios. Nunca imaginamos que la persona que hablaba de luz nos llevaría a tanta oscuridad».
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